La universidad como espacio sapiencial: interioridad, técnica y formación general en equilibrio

La universidad como espacio sapiencial: interioridad, técnica y formación general en equilibrio

University as a place of wisdom: interiority, technique, and general education in balance EN

Klaus Droste 1
1 Universidad San Sebastián, Chile
Recibido: 15/01/2025 | Aceptado: 15/03/2025 | Publicado: 15/07/2025
Resumen ES

La universidad contemporánea enfrenta una tensión estructural entre las demandas de especialización técnico-profesional y su función humanista y crítica. Este artículo propone una reconstrucción del horizonte formativo universitario desde una perspectiva sapiencial, articulada en torno a tres dimensiones fundamentales: interioridad, técnica y sabiduría. Se argumenta que la interioridad, entendida como diálogo reflexivo del sujeto consigo mismo y con la comunidad intelectual, constituye la base de una auténtica experiencia universitaria; que la técnica, aunque esencial para la formación profesional, requiere ser orientada por la prudencia para evitar la instrumentalización del conocimiento; y que la sabiduría, concebida como saber integrador y orientado al bien común, se erige en principio rector de todo proceso educativo. Desde esta triada, se defiende el valor de la formación general como espacio de síntesis epistemológica y ética que permite articular los saberes especializados en una visión integral del mundo. Se concluye que solo una universidad que cultive simultáneamente la interioridad crítica, la excelencia técnica y la orientación sapiencial puede resistir la lógica productivista y cumplir su vocación de formar sujetos libres, responsables y comprometidos con la transformación social.

Palabras clave:
interioridad reflexiva poiesis técnica prudencia práctica educación superior
Resumen EN

The contemporary university is marked by a structural tension between technical-professional specialization and its humanistic and critical mission. This article proposes a reconstruction of the university's formative horizon from a sapiential perspective, structured around three core dimensions: interiority, technique, and wisdom. It is argued that interiority---conceived as the subject's reflective dialogue with oneself and with the intellectual community---constitutes the foundation of a genuine academic experience; that technique, while essential for professional training, must be guided by prudence to prevent the instrumentalization of knowledge; and that wisdom, understood as an integrative form of knowledge oriented toward the common good, serves as the guiding principle of all educational processes. From this triad, the paper underscores the importance of general education as a space for epistemological and ethical synthesis, enabling specialized knowledge to be situated within a broader, holistic worldview. It concludes that only a university fostering critical interiority, technical excellence, and a sapiential orientation can resist productivist logics and fulfill its vocation of forming free, responsible subjects committed to social transformation.

Keywords:
reflective interiority technical poiesis practical prudence higher education

Introducción

La universidad contemporánea atraviesa una tensión estructural que incide directamente en su identidad y en la forma como se concibe su función social. Por una parte, se le exige formar profesionales altamente especializados, capaces de insertarse eficazmente en un entorno cambiante, tecnificado y competitivo. Por otra, se le interpela por su responsabilidad en la formación de personas que no solo dominen técnicas, sino que actúen con criterio ético, sentido del bien común y conciencia crítica de su tiempo. Esta doble exigencia ---la eficiencia técnico-profesional y la formación humana integral--- no siempre encuentra una síntesis armónica, y con frecuencia se resuelve mediante la subordinación de lo formativo a lo funcional, de lo ético a lo operativo, de lo sapiencial a lo productivo.

En este contexto, repensar el sentido de la universidad como espacio de formación integral resulta urgente. La necesidad de volver a plantear la pregunta qué significa educar en la universidad, qué tipo de ser humano se espera formar, y qué lugar ocupan la interioridad, el juicio, la comunión de personas y la sabiduría en ese proceso no responde a una inquietud teórica abstracta, sino a una constatación concreta: el modelo educativo dominante tiende a formar especialistas sin horizonte, técnicos sin ética, expertos sin mundo. La educación superior, cuando prescinde de una visión filosófico-humanista, corre el riesgo de vaciar su función cultural y su promesa formativa.

Este artículo se propone, por tanto, reconstruir el horizonte formativo de la universidad desde una perspectiva sapiencial. Para ello, desarrolla una reflexión articulada en torno a tres ejes complementarios: la interioridad como condición de posibilidad de la vida universitaria; la técnica como ámbito legítimo pero limitado del saber; y la sabiduría como principio ordenador de todo proceso educativo. Se argumenta que solo cuando estos tres ejes se integran en una estructura coherente, la universidad puede cumplir su vocación formativa en sentido pleno.

El punto de partida de esta reflexión es el reconocimiento del carácter interior del pensamiento. Educar no consiste simplemente en transmitir contenidos, sino en cultivar un tipo de subjetividad capaz de sostener un diálogo consigo misma, de deliberar con verdad, de ordenar la propia vida con sentido. Este diálogo interior ---que supone lo que denominamos verbo mental ( de Hipona, 1985)--- constituye el núcleo de la vida universitaria. Es allí donde la persona se pregunta, evalúa, decide, resiste, cambia. Sin ese fondo de interioridad, el aprendizaje se reduce a repetición, la opinión sustituye al juicio, y el saber se vuelve frágil.

Pero la interioridad no se desarrolla en soledad. Requiere de un entorno relacional, de una comunidad educativa donde la palabra del otro provoque, desafíe, acompañe, ilumine. Por eso, pensar la universidad como espacio de formación supone pensarla también como comunidad de sentido ( Juan Pablo II, 1986). Una comunidad no entendida como mera suma de individuos, sino como entramado de relaciones donde se comparte el deseo de comprender, donde se cultiva la confianza intelectual, donde se ejercita la capacidad de escuchar, disentir, modificar posiciones y buscar en conjunto lo verdadero. La universidad, en este sentido, no es solo un espacio de instrucción, sino un laboratorio existencial de vida común ( Millán Puelles, 2001).

Un segundo paso lo constituye abordar el estatuto de la técnica dentro de la formación universitaria. Lejos de negar su importancia, hay que reconocer que la adquisición de habilidades técnicas constituye un componente esencial de toda formación profesional. No obstante, hay que adviertir que la técnica, en cuanto poiesis, no transforma necesariamente a quien la ejerce. Puede perfeccionar la obra sin mejorar al autor. El saber hacer algo con excelencia no garantiza, por sí solo, una vida buena. Más aún: cuando el saber técnico se disocia del juicio ético, puede convertirse en un instrumento de dominio, manipulación o violencia. La historia ofrece múltiples ejemplos de esta derivada. Por ello, la técnica debe ser subordinada a la prudencia: esa forma de saber práctico que permite deliberar sobre lo que conviene hacer, no solo sobre lo que puede hacerse.

Esta subordinación exige una instancia superior de discernimiento, capaz de orientar los fines y de articular los medios en función del bien. Esa instancia es la sabiduría, que constituye el eje de la tercera y última sección. La sabiduría no se opone a la técnica ni a la ciencia, sino que las ordena. No se trata de un conocimiento especializado, sino de un saber integrador que permite reconocer la finalidad común de todos los saberes: el bien de la persona y su felicidad. En este sentido, es conveniente comprender la formación general no como una sección residual del currículum, sino como el lugar donde puede producirse una síntesis sapiencial: una integración vivencial y no meramente teórica de los saberes en función del bien común.

La formación general, cuando está bien articulada, permite al estudiante salir de su especialidad sin perderse, ampliar su horizonte sin diluir su foco, conectar su saber con otros saberes sin fragmentarse. Le permite, en definitiva, situar su disciplina dentro de una visión más amplia del mundo, en la que lo técnico se integra con lo ético, lo estético, lo histórico, lo político. Así, la universidad no se limita a certificar competencias, sino que forma sujetos capaces de juicio, de discernimiento, de responsabilidad.

La tesis que recorre este trabajo puede resumirse del siguiente modo: la universidad solo cumple su vocación formativa cuando articula tres dimensiones fundamentales del sujeto: la interioridad que reflexiona, la técnica que opera, y la sabiduría que orienta. Estas dimensiones no pueden ser comprendidas como compartimentos separados, sino como aspectos de una misma experiencia educativa. Una universidad que forma técnicamente pero descuida la interioridad, produce eficacia sin sentido. Una universidad que forma éticamente pero sin saber técnico, produce buenas intenciones sin capacidad de acción. Y una universidad que cultiva saber pero no genera síntesis, produce dispersión, no comprensión.

En tiempos marcados por la velocidad, la fragmentación del saber y la presión de indicadores de desempeño, esta propuesta puede parecer contracultural. Pero precisamente por ello resulta necesaria. La formación universitaria no debe adaptarse pasivamente a las exigencias de un mercado, sino contribuir a humanizarlo desde dentro. No debe renunciar a su responsabilidad crítica, sino ejercerla con mayor fuerza. No debe ocultar su vocación formativa bajo el ropaje de la neutralidad técnica, sino explicitarla con claridad.

Estas líneas se inscriben en esa vocación. Su objetivo no es ofrecer recetas, sino abrir una reflexión. No busca establecer un modelo cerrado, sino proponer un horizonte. En ese horizonte, la universidad aparece como un espacio donde el saber se encarna, donde el pensamiento se vuelve vida, donde la técnica se humaniza, donde el juicio se cultiva, y donde la sabiduría se presenta como el bien más alto que puede ofrecerse a quienes la habitan.

Interioridad, comunión y saber: fundamentos humanos de la experiencia universitaria

En tiempos donde las instituciones educativas están cada vez más presionadas por métricas externas, rendición de cuentas estandarizada y modelos formativos centrados en la productividad, se vuelve urgente volver a preguntar: ¿qué significa verdaderamente educar? ¿Qué se juega, en su sentido más profundo, cuando una persona entra a la universidad? Las respuestas técnicas ---a menudo bien intencionadas, pero insuficientes--- tienden a reducir la formación a la adquisición de competencias o al desarrollo de un perfil de egreso. Sin embargo, una aproximación verdaderamente humana a la educación exige reconocer que, antes de toda competencia, lo que está en juego es la persona misma: su interioridad, su apertura al otro, su capacidad de convertirse en alguien que se piensa, se perfecciona y se dona.

La universidad, si quiere conservar su estatura formativa, debe volver a ser ese espacio donde se cultiva la interioridad. No en un sentido intimista, cerrado sobre sí, sino como núcleo generativo desde el cual la persona puede articular su vida con sentido gracias al intercambio con otros. Porque el ser humano, en su estructura más esencial, no es primero un agente productivo, ni siquiera un ser racional abstracto, sino alguien que se habla a sí mismo porque es radicalmente un ser presente a sí mismo. Ese hablar consigo mismo ---esa conversación interna, silenciosa, continua--- se constituye por lo que puede llamarse el verbo mental ( de Hipona, 1985). Y ese verbo es, quizás, la manifestación más profunda de la persona.

Hablarse a sí mismo no es repetir frases, ni ensayar discursos. Es un ejercicio de discernimiento, de deliberación silenciosa, en el que confluyen la memoria, la imaginación, los afectos, los conceptos, las experiencias pasadas, las intuiciones futuras. La persona se constituye en ese diálogo consigo, donde evalúa, juzga, decide, se proyecta, se corrige, se perdona. Este diálogo interior no es accesorio: es la raíz desde la cual brota toda acción significativa. Se trata de corazón. Por eso, educar a una persona no es solo entregarle contenidos, sino ayudarle a habitar con profundidad su propia interioridad granjeado un espacio donde volver sobre sí mismo para decidir con verdad.

Esa interioridad, sin embargo, no se cultiva en el aislamiento. La paradoja de la vida humana es que el recogimiento y el encuentro no son opuestos, sino condiciones mutuas. Solo quien ha cultivado su interioridad puede realmente salir al encuentro del otro. Y solo en el encuentro con el otro, esa interioridad se afina, se desnuda, se profundiza. En otras palabras, la vida humana no está hecha para el repliegue narcisista, sino para la comunión. No fuimos creados para vivir encerrados, sino para ofrecernos. El horizonte de la existencia no es la autoafirmación, sino el don.

La idea de comunión, tantas veces banalizada en el lenguaje institucional, remite a una verdad estructural: la persona no se entiende sin los otros. No como un dato sociológico, sino como una realidad ontológica. No somos mónadas cerradas, sino seres constituidos por vínculos. Por eso, el lenguaje de la deuda, de la gratitud y de la entrega no es meramente poético: es descriptivo. Cada uno de nosotros ha recibido dones que no pidió, afectos que no mereció, oportunidades que no generó. La vida se nos dio. Y, al mismo tiempo, nos llama a dar.

Esta lógica del don ---inicial y recíproco--- choca con una visión del mundo organizada en torno a la competencia, la desconfianza y el interés. En sociedades marcadas por la hostilidad y la fragmentación, la vida social se vuelve una batalla encubierta: cada uno defiende su parcela, protege su vulnerabilidad, vigila al otro. La universidad, en tanto espacio público, no está exenta de esa lógica. Puede convertirse también en un lugar de defensa, de anonimato, de instrumentalización del vínculo. Y cuando eso ocurre, se traiciona su vocación más profunda: ser un espacio de comunión intelectual y humana.

La interioridad, cuando se oscurece, no desaparece. Se endurece. Se vuelve calculadora, temerosa, resistente al otro. Por eso el trabajo educativo no puede prescindir del cuidado de esa interioridad: porque es desde ahí que la persona decidirá si se encierra o se abre, si se defiende o se entrega, si se afirma a costa de los demás o si se convierte en alguien capaz de convivir. La interioridad bien cultivada es fuente de libertad, no de encierro. Es matriz de comunión, no de aislamiento. Y es el punto de partida para cualquier forma auténtica de saber.

Porque saber ---en el sentido pleno del término--- no es acumular datos, ni dominar discursos. Es haber integrado algo en el propio ser, haber alumbrado algo mentalmente, al punto de poder discernir y actuar desde ahí. El saber verdadero vivifica ( Canals, 1987). Modifica la manera en que una persona se relaciona con el mundo, con los otros y consigo misma. Y esa transformación no ocurre solo por exposición a contenidos, sino por un proceso lento de apropiación interior. La universidad, entonces, debe ser un lugar donde ese proceso pueda ocurrir: donde la reflexión no sea un apéndice, sino una práctica cotidiana; donde el estudio no sea una obligación externa, sino una forma de responder al deseo interno de comprender y de vivir con sentido.

En este proceso, el maestro desempeña un rol fundamental. Pero no en el sentido del especialista que transmite información, sino en el sentido clásico del maestro como aquel que encarna el saber que el otro desea. Un buen maestro no solo sabe: muestra con su presencia, con su vida, que ese saber vale la pena ser deseado. Y en ese encuentro entre el deseo del estudiante y la generosidad del maestro, se produce algo único: una forma de transmisión que es al mismo tiempo un acto de donación y una experiencia de libertad.

La vida universitaria, en su forma más noble, es ese espacio donde alguien puede descubrir no solo qué quiere aprender, sino quién quiere llegar a ser. Es allí donde, por la vía del estudio serio, de la conversación exigente, del reconocimiento mutuo, la persona puede empezar a construir una identidad intelectual y ética. Una identidad que no se define por lo que sabe, sino por cómo habita lo que sabe. Porque no se trata solo de hablar con propiedad sobre un tema, sino de hablar con verdad desde sí mismo.

Esa posibilidad exige, sin embargo, condiciones institucionales. No basta con tener programas académicos ambiciosos. Se necesita tiempo para pensar, espacios para conversar, vínculos para sostenerse. Se necesita una cultura universitaria que no mida todo por su rendimiento inmediato, sino que reconozca el valor del proceso, de la maduración, del silencio incluso. Porque el saber, cuando es profundo, no nace de la prisa, sino de la atención. Y esa atención solo se cultiva cuando la universidad es también una escuela de interioridad.

El saber técnico puede enseñarse en cualquier parte. Pero el saber que transforma la vida requiere comunidad. Requiere ejemplos. Requiere encuentros. Requiere testimonios. Requiere que haya personas que puedan decir algo verdadero porque lo han vivido, no porque lo han leído. Y eso solo es posible cuando hay un ethos universitario que valora más la verdad que la utilidad, más la formación que la información, más el diálogo que el discurso. Solo en ese marco puede florecer una interioridad dispuesta al don, un deseo de comunión, y una relación viva con el saber.

La comunidad universitaria no puede reducirse a la coordinación de actividades ni a la coexistencia de funciones. Debe entenderse como una forma específica de vida compartida, en la que cada uno ---desde su rol--- contribuye a crear un ambiente donde el otro pueda llegar a ser más plenamente humano. Eso exige generosidad, pero también estructura; exige acogida, pero también exigencia. Porque nadie madura en soledad, pero tampoco madura sin esfuerzo. La formación es un acto colectivo y, a la vez, profundamente personal. Y su éxito no se mide en indicadores, sino en meduración.

El problema es que esa transformación no siempre es visible de inmediato. A diferencia de la técnica, cuyos efectos se pueden medir, el crecimiento interior se manifiesta en gestos, en decisiones, en modos de estar en el mundo. No se trata de resultados espectaculares, sino de fidelidades discretas: el estudiante que comienza a hacerse responsable de su palabra, el que aprende a escuchar, el que se atreve a formular una pregunta que lo compromete, el que abandona la necesidad de tener razón para buscar la verdad. Esas transformaciones no figuran en los informes de desempeño, pero son el corazón de la vida educativa.

Y es justamente porque ese corazón no siempre se ve que la universidad debe protegerlo. Debe defender su derecho a formar en lo que no se mide, a educar en lo que no se cotiza. Porque la justicia, la amistad, la generosidad, la contemplación, la lealtad, no se pueden cuantificar. Pero son, sin embargo, las condiciones de posibilidad de toda vida buena. Sin ellas, no hay sociedad. Y sin una universidad que las cultive, no hay futuro.

Por eso es tan decisivo recuperar el valor de la interioridad, de la comunión y del saber como ejes fundamentales de la experiencia universitaria. No como ideas abstractas, sino como formas de vida concretas que se encarnan en el aula, en los pasillos, en los proyectos, en los silencios. El desafío no es menor. Supone en muchas oportunidades ir contra la corriente de una cultura en muchas ocasiones obsesionada por la velocidad, el rendimiento y el cálculo. Pero es un desafío ineludible si se quiere que la universidad siga siendo un espacio de formación y no solo de instrucción ( Millán Puelles, 2001).

Quien entra a la universidad con deseo de saber, debe encontrar un espacio donde ese deseo pueda crecer. Y quien egresa, debe haber descubierto no solo qué sabe hacer, sino quién es, qué quiere ofrecer, qué debe hacer y ser capaz de responder a ello. Porque la vida universitaria no tiene sentido si no conduce a una vida con sentido. Y ese sentido no se impone desde fuera, sino que se descubre desde dentro, cuando el verbo mental alumbra desde el encuentro con la palabra del otro, cuando la interioridad se abre a la comunión, y cuando el saber se vuelve camino, encuentro y donación de sí.

Técnica, poiesis y sabiduría: entre la perfección instrumental y la formación ética

Una vez interiorizado un saber, una vez que ese verbo mental ha comenzado a madurar dentro de la persona, la vida universitaria no se detiene: se vigoriza, de tal modo que existe la posibilidad de articular una segunda palabra. Esa palabra no es ya la del estudio o la comprensión teórica, sino la del hacer. Es la palabra que se expresa con los dedos del músico, con el trazo del pintor, con la voz del actor, con el código del programador, con la estructura del arquitecto. Los griegos, con la precisión de quien nombra lo esencial, la llamaron poiesis : el saber hacer algo, la razón recta respecto de lo que puede hacerse. La recta ratio factibilium .

La técnica es eso: la capacidad de hacer bien aquello que se ha comprendido. No se trata simplemente de saber qué es algo, sino de poder traerlo al mundo, de plasmarlo en una obra, de volver visible ---o audible, o palpable--- el orden que antes solo existía en el pensamiento. La técnica no es improvisación; es dominio. No basta con desear hacer bien algo; hay que saber hacerlo. Y ese saber se demuestra, se muestra, se verifica. Quien dice que toca piano debe tocar piano. Quien dice que habla inglés debe hablar inglés. No se trata de niveles declarativos, sino de actos efectivos. La técnica se nota, se escucha, se ve. Tiene obras, y esas obras hablan por sí solas.

Uno puede ver una pintura y reconocer en ella el oficio del artista. Puede oír una interpretación musical y advertir en la calidad del fraseo, en la intención del silencio, en la precisión del ataque, que hay alguien que sabe. La técnica se imprime en la obra, y esa obra revela a su autor. No porque lo describa, sino porque hace visible su competencia. Es una perfección que se desplaza desde el interior del sujeto hacia el exterior de la obra. Y, sin embargo, esa perfección no transforma necesariamente al sujeto mismo.

Aquí aparece el primer gran límite de la técnica: puede ser excelsa en sus resultados sin modificar en lo más mínimo a quien la ejecuta. Un gran pianista puede ser una persona ruin. Un programador brillante puede ser mezquino. Un psicólogo dotado puede ser manipulador. La poiesis no garantiza virtud moral. El dominio técnico no forma, por sí solo, el carácter. Esto, que podría parecer una obviedad, se olvida con frecuencia en los discursos sobre educación superior, donde la adquisición de competencias técnicas se presenta como sinónimo de excelencia formativa. Pero no lo es. No basta con saber hacer; hay que saber para qué se hace lo que se hace. Y ese saber no pertenece al orden de la técnica, sino al de la prudencia, y el acto prudente no emana ni de la técnica ni de la ciencia.

El problema no es menor, porque quien sabe hacer algo muy bien también puede ---y esto es crucial--- hacerlo mal con plena intencionalidad. Es más: solo quien domina una técnica puede fingir torpeza de manera verosímil. El payaso que tropieza no es torpe; es un acróbata. El tenista que juega mal para enseñar no es inepto; es un maestro. El pianista que ejecuta una disonancia insoportable con cálculo y precisión no es un ignorante; es alguien que sabe perfectamente lo que hace. Esa es la paradoja de la técnica: puede producir belleza o puede simular el error, puede construir o puede dañar. Y el dominio técnico permite recorrer todo el espectro, desde lo más sublime hasta lo más burdo.

Lo decía Aristóteles (1994) con la agudeza de siempre: un médico que quiere matar y fracasa, no es un buen médico. Un químico que desea envenenar y, por error, cura, no ha alcanzado la excelencia. Porque el saber técnico se mide por la adecuación entre intención y resultado. Lo que está en juego no es la bondad de los fines, sino la precisión en su realización. Y aquí aparece el verdadero dilema: la técnica otorga poder. Y la universidad, al formar técnicamente a sus estudiantes, les entrega poder. El estudiante entra con deseo, y egresa con poder. La pregunta es: ¿para qué va a usar ese poder?

La universidad no puede responder esa pregunta con un listado de asignaturas. No basta con enseñar habilidades; hay que educar el juicio, hay que incidir en las inclinaciones. Porque una persona técnicamente dotada, pero sin orientación ética, es un peligro. Puede usar su saber para dominar, para manipular, para instrumentalizar al otro. Puede prolongar terapias innecesarias. Puede diseñar sistemas fiscales que beneficien a unos y perjudiquen a muchos. Puede hablar con autoridad y vaciar de libertad al interlocutor. El poder técnico sin virtud moral es un riesgo que ninguna sociedad debería normalizar.

Por eso es que la educación no puede limitarse a formar expertos. Tiene que formar personas. Y no cualquier persona: personas prudentes; buenas personas. La prudencia es otro tipo de saber. No se trata de conocer cómo se hace algo, sino de discernir si ese algo debe hacerse. Es la recta razón sobre lo que debe ser elegido: recta ratio agibilium (de Aquino. (2001)). Es el saber que orienta la acción, no desde la eficacia, sino desde la justicia. No desde el resultado, sino desde la rectitud. No desde el cálculo, sino desde el bien.

Un buen psicólogo que es mala persona puede causar un daño profundo sin que nadie lo advierta. Puede mantener a una persona en consulta solo para sostener su ingreso mensual. Puede vestir su manipulación con el ropaje de la técnica. Y quien no tiene el saber que él tiene, difícilmente podrá darse cuenta. Por eso es que el poder técnico sin virtud se convierte en una forma de opresión. Porque quien lo posee tiene ventajas sobre quien no lo posee. Y si esas ventajas se usan sin responsabilidad, sin conciencia del otro, lo que se produce no es comunidad, sino injusticia.

En sociedades donde el saber se distribuye de manera desigual, esta situación se multiplica. El experto domina. El no experto obedece. Y si el experto no es prudente, se convierte en un amo. En ese contexto, la vida social ya no es un espacio de cooperación, sino una red de manipulaciones. Cada uno busca su interés. Cada uno protege su renta. Cada uno instrumentaliza al otro para mantener su poder. Y lo que aparece es la desconfianza, la hostilidad, la sospecha. La vida social se vuelve un lugar de soledad, donde cada uno lucha por sobrevivir. Ya no se hereda nada. Ya no se comparte nada. Ya no se construye nada.

Pero no tiene por qué ser así. La vida humana, en su vocación más profunda, está orientada al don. No fuimos hechos para encerrarnos en nosotros mismos, sino para ofrecernos a los demás. No para acumular, sino para compartir. La justicia, en ese sentido, no brota del cálculo, sino de la madurez interior. Es un fruto de la contemplación, no de la técnica. Quien desea retenerlo todo, termina vaciándose. Quien se abre al otro, se planifica. Esta es una sabiduría antigua, pero siempre nueva: no hay justicia sin renuncia. No hay bien común sin desprendimiento. No hay vida universitaria plena sin comunión de personas.

Y es aquí donde el mito de Prometeo adquiere toda su fuerza. Según el Protágoras de Platón, cuando los dioses estaban por crear a los seres humanos, Epimeteo fue encargado de distribuir los dones. Dio fuerza, velocidad, astucia, protección. Pero se le olvidó el hombre. El ser humano quedó inerme, desnudo. Para remediar el error, Prometeo robó el fuego de Hefesto y la técnica de Atenea. Le entregó al hombre el arte, la capacidad de construir herramientas, de volar sin alas, de sumergirse sin branquias, de arar la tierra sin garras. Le entregó la poiesis .

Pero eso no bastó. El ser humano tenía técnica, pero no podía vivir en ciudades. No podía vivir con otros. Le faltaba la justicia. Entonces Zeus mandó a Hermes para repartirla. Y le pidió que no la entregara como los talentos, de forma desigual, sino a todos por igual. Porque sin justicia compartida, no hay vida social. No importa cuánta técnica tengamos, cuántas herramientas dominemos, cuántas competencias desarrollemos: si no tenemos justicia, estamos solos. Y la soledad, en términos humanos, no es neutral: es destructiva.

Hoy, como entonces, nos enfrentamos al mismo dilema. Tenemos más técnica que nunca. Más poder. Más dominio sobre la naturaleza, sobre los cuerpos, sobre la información. Pero no necesariamente más sabiduría. Lo que le faltó a Epimeteo fue sabiduría. Y lo que muchas veces le falta a nuestra educación, a nuestras universidades, a nuestras políticas formativas, también es sabiduría. Sabemos hacer casi todo, pero no sabemos elegir lo que vale la pena hacer. Sabemos producir, pero no siempre sabemos convivir. Cuando se olvida lo esencial y se pone el acento en lo secundario, todo se llena de confusión y desorden.

La universidad, por tanto, tiene una responsabilidad enorme. No puede limitarse a ser un centro de competencias. Debe ser una comunidad formativa. Un lugar donde se cultive la técnica, sí, pero también el juicio. Un lugar donde una pueda ir adquiriendo un pondus más humano. Donde se transmita el saber, sí, pero también la virtud. Donde se enseñe a producir, pero también a vivir con otros. Donde el estudiante no solo aprenda a destacarse, sino a compartir. Donde no solo se aprenda a hacer cosas, sino a ser alguien.

La técnica es una herramienta poderosa. Pero sin prudencia, puede volverse peligrosa. Sin justicia, puede tornarse destructiva. La universidad tiene el deber de formar personas que no solo sepan ejecutar con excelencia, sino también decidir con sabiduría. Personas capaces de hacer bien, pero sobre todo de hacer el bien.

Sabiduría y formación general: hacia una síntesis sapiencial

El propósito formativo de la universidad no se agota en la transmisión de conocimientos especializados ni en la adquisición de habilidades técnicas. La excelencia académica, entendida como dominio disciplinar, es condición necesaria, pero no suficiente, para una educación verdaderamente transformadora. Lo que está en juego en el acto educativo universitario no es únicamente lo que el estudiante sabe hacer, sino quién se convierte en el proceso de aprender. Y ese "quién" no se forma únicamente por la técnica, sino por el discernimiento. Formar en discernimiento es formar en prudencia. Y la prudencia, como razón recta de lo que debe elegirse --- recta ratio agibilium ---, requiere algo más profundo: sabiduría.

La sabiduría no es una ciencia entre otras. Tampoco es una suma de conocimientos. Es, más bien, el principio que permite ordenar todos los saberes en función del bien. Se trata de un saber integrador que permite al sujeto actuar con juicio, ponderar lo que conviene, orientar sus decisiones hacia fines valiosos. La prudencia, por sí sola, ya supone una madurez interior. Pero su posibilidad misma está condicionada por la existencia de una instancia superior que ilumine y organice los distintos niveles del saber y de la acción. Esa instancia es la sabiduría.

La función de la sabiduría no consiste en suplantar los saberes particulares, sino en articularlos, relacionarlos, ordenarlos. En este sentido, la sabiduría opera como una ciencia superior a todas las ciencias, no por mera jerarquía vertical, sino por su capacidad de reunir lo disperso, de dotar de sentido lo fragmentario, de restituir unidad a lo que la especialización tiende a separar. Se trata de una operación intelectual y ética a la vez, ya que no hay integración real si no va acompañada por una orientación al bien. Esta es, precisamente, la tarea que cumple la formación general dentro del entramado universitario.

La formación general no debe concebirse como un complemento marginal de la formación profesional, sino como su condición de posibilidad humanista. Mientras la formación disciplinar profundiza en los lenguajes, métodos y objetos de una ciencia particular, la formación general abre la mirada del estudiante hacia la totalidad de los saberes, hacia sus vínculos, sus límites y sus interdependencias. No se trata solo de ampliar horizontes temáticos, sino de transformar la forma en que el estudiante se sitúa ante el conocimiento: no como consumidor, sino como habitante de un mundo inteligible compartido.

En este contexto, la formación general cumple una función sapiencial: ensancha el campo de lo pensable, pone en diálogo a las ciencias y las artes, y permite que el estudiante advierta que su saber no es absoluto ni autosuficiente. Que la música, por ejemplo, no puede reducirse a técnica, ni la matemática a cálculo, ni la literatura a estilo. Que cada disciplina, al ser examinada desde una perspectiva más amplia, revela dimensiones nuevas: sentido, finalidad, belleza, límite. El estudiante, así, comienza a comprender que el saber no es solo acumulación, sino orientación.

La sabiduría, como saber de los fines, no nace de la acumulación de datos ni del ejercicio meramente abstracto del intelecto. Se cultiva en la medida en que el sujeto se pone en relación con la verdad y el bien. Es un saber que, lejos de imponerse, atrae suavemente el corazón hacia la búsqueda. Su efecto no es la omnisciencia, sino el deseo de comprender más y mejor. Su orientación no es el poder, sino el servicio. Es una forma de conocimiento que transforma al que conoce, porque no se limita a entregar información, sino que configura la interioridad del sujeto que se abre a ella.

Esta sabiduría, en su dimensión pedagógica, eleva la mirada desde lo visible a lo invisible. Es decir, desde lo cuantificable a lo significativo. Desde lo útil a lo digno. Desde la eficacia a la justicia. Esta elevación es necesaria para reconocer, por ejemplo, que toda práctica técnica debe estar subordinada al bien de la persona, y no al revés. Que ningún saber, por complejo que sea, justifica por sí solo el olvido del otro como fin. Que no hay progreso real si no está ordenado al progreso de todos.

La persona, como fin en sí misma, se constituye entonces en el criterio último del orden del saber. Y este principio no puede ser aprendido solo por exposición a contenidos. Requiere ser experimentado, vivido, interiorizado. Solo así es posible evitar que el saber técnico derive en instrumentalización o dominio. Solo así se puede educar para la gratitud, para la entrega, para la justicia, para la amistad. Porque una vida social fundada en la autoafirmación sin apertura está destinada a la fragmentación. Y la vida social, en su sentido más alto, no es una conquista individual, sino una construcción común. Tiene que ver con aprender a caminar juntos.

La sabiduría es, en este sentido, condición de posibilidad de la vida social. Y su cultivo no depende solo de metodologías, sino de ambientes, de tiempos, de vínculos. Requiere literatura, conversación, historia, arte, hospitalidad. Requiere perder el tiempo en un diálogo sin cálculo. Requiere estar dispuesto a dejarse afectar por lo que no se domina, por lo que no se resuelve con una fórmula, por lo que interpela. Por eso, una universidad que comprende la función sapiencial de la formación general no mide su éxito solo en tasas de titulación, sino en la calidad de la vida compartida que logra generar.

Cuando la formación general es comprendida como espacio de síntesis sapiencial, se transforma en el lugar donde el saber técnico y el juicio ético se encuentran. No se trata de yuxtaponer contenidos, sino de producir una experiencia de integración. Y esa integración solo es posible si se reconoce que todos los saberes y disciplinas, en última instancia, están al servicio del mismo fin: el bien de la persona y su felicidad. Esta comprensión no se impone como doctrina; se vive como experiencia. Se verifica no en lo que se dice, sino en cómo se vive la vida universitaria, en cómo se enseña, en cómo se convive, en cómo se decide.

Esta exigencia no puede ser satisfecha por la estructura formal de un plan de estudios. Requiere una comunidad académica convencida del valor del saber cómo bien compartido. Requiere docentes que no solo dominen su campo, sino que amen lo que enseñan y aprecien a sus alumnos. Que su saber sea una suerte de vida en ellos. Porque solo un saber encarnado es capaz de suscitar deseo, admiración, búsqueda. Solo un saber que brota del corazón del que enseña puede tocar el corazón del que aprende.

El saber encarnado genera hospitalidad intelectual. Despierta gratitud por lo recibido. Provoca deseo de comunicar lo comprendido, suscita admiración, asombro; condición de posibilidad para avanzar en el estudio. Y este deseo es lo que hace posible la comunidad del saber. No hay integración interdisciplinaria sin admiración por el saber del otro. No hay asociatividad sin reconocimiento mutuo. No hay formación general que logre su cometido si no existe un ethos universitario en el que el saber no es propiedad, sino bien común.

Por todo ello, hablar hoy de formación general no puede ser una reivindicación nostálgica ni una defensa marginal. Es una toma de posición frente a un modelo de universidad fragmentada, funcionalizada y sometida a la lógica de la eficiencia. Defender la sabiduría como horizonte formativo es defender la universidad. Pero también es una forma de esperanza. Porque allí donde se cultiva la sabiduría, se genera comunidad. Allí donde el saber se encarna, se humaniza la educación. Allí donde el bien común orienta la enseñanza, la universidad vuelve a ser lo que nunca debió dejar de ser: un faro.

Un faro que recuerda lo importante, que permite vivir a otro ritmo, que hace posible que el estudiante descubra no solo qué sabe, sino quién quiere llegar a ser. Un faro que no ilumina desde la altura, sino desde la hondura. Que no guía con imposiciones, sino con presencia. Que no responde a la prisa, sino al deseo profundo de vivir con verdad.

Referencias

Aristóteles. (1994). Metafísica. Gredos.
Canals, F. (1987). Sobre la esencia del conocimiento. PPU.
de Aquino, T. (2001). Suma Teológica. BAC.
de Hipona, A. (1985). De Trinitate. BAC.
Juan Pablo II. (1986). La cultura y la educación. Eunsa.
Millán Puelles, A. (2001). Fundamentos de filosofía.